lunes, 19 de diciembre de 2011

Aquel día en Los Ángeles...

El Udinese se ha convertido en un pionero por su modo de hacer las cosas. Compra barato a perlas emergentes, las distribuye por medio de su red con brazos en Andalucía o se las queda, y posteriormente, cuando despuntan, las vende a precio de estrella engordando así sus arcas. Con ese beneficio continúa su inversión al tiempo que ahorra, formando un equipo competitivo que pelee por unos títulos que cada vez parecen más cercanos.

Su último descubrimiento es un tipo por debajo del metro setenta cuyo físico le impide disputar un partido completo. Esa carencia la suple con velocidad, con un toque escurridizo propio de un ratón de campo, con inteligencia y con un buen golpeo lejano. Poco a poco va entrando en los onces iniciales por clamor popular y dejando muestras de lo que es capaz. De hecho estamos hablando, probablemente, de un jugador que llamado cambiar el panorama del fútbol europeo. Un cambio que pasa por volver a pintar a su país en el mapa balompédico.

Gabriel Torje es rumano y eso, a día de hoy, suena a chino. Hace ya 17 años desde aquella tarde mágica en Los Ángeles en la que los Hagi, Popescu, Dumitrescu, Belodedici o Raducioiu vencieron por 3-2 a Argentina en el duelo más importante de la historia del país. Desde entonces, resulta complicado nombrar cuatro o cinco peloteros de nivel más allá de Chivu. Después aquella generación dorada quedó un páramo deprimente del que nadie ha querido hacerse responsable. Un solar sin pobladores capaces de recoger el legado y rehabilitar un edificio que por momentos fue bello y hermoso.

Tan solo la honrosa excepción de la Eurocopa 2008, donde terminaron la fase de clasificación por delante de Holanda y cayeron eliminados posteriormente en el grupo de la muerte, disfrazó las vergüenzas de un combinado que no disputaba una competición de selecciones desde que viajara a Holanda y Bélgica en el 2000y que en febrero de este año ocupó el puesto 57 en el ránking FIFA, el peor de su historia.

Sin embargo sería injusto criticar solo a los jugadores cuando aparecen auspiciados por su bandera. A nivel de clubes el panorama transcurre por los mismos oscuros derroteros. Se habla poco o nada de la liga local fuera de las fronteras y casi es mejor así, porque cuando los medios se deciden a darles cancha, es peor el remedio que la enfermedad.

De hecho la última noticia que se recuerda data del 31 de octubre, cuando un descerebrado saltó al césped durante un Petrolul Ploiesti-Steaua de Bucarest para agredir a un jugador y posteriormente fue apaleado por los compañeros de este. Y si no es algo así, tiene que ver con los desvaríos de Gigi Becali, controvertido dueño del propio Steaua.

Ese club que entre mediados y finales de los ochenta disfrutó de la orgía que supone el triunfo en la Copa de Europa y probó la decepción que entraña ser el finalista. El que mantenía unos duelos de máxima rivalidad con el Dinamo que saben añejos desde que estos conquistaran, en 2006, el último título de un plantel capitalino.

Hoy en día esa centralización se ha dispersado convirtiendo la lucha por el título en un reino de taifas que ha visto en los últimos cursos campeonar al Cluj, al Unirea Urziceni y al Otelul Galati; equipo que se ha marchado de la Liga de Campeones sin un solo punto en el casillero. Tampoco se les puede culpar pues en el fondo han realizado el papel residual que tuvieron sus predecesores, situados entre los más grandes gracias a la plaza fija asignada por la UEFA.

El máximo organismo europeo, que intenta revitalizar la zona comenzando por el nivel administrativo, ha decidido tirar esta campaña la casa por la ventana sin excesivos réditos. Primero apostaron por Rumanía para que albergara el Europeo sub-19 del pasado verano con una decepcionante actuación de los anfitriones y unas gradas semidesérticas. Posteriormente han permitido a Bucarest acoger la final de la Europa League, obsequio al que han respondido los cinco contendientes del país cayendo antes de dieciseisavos a excepción del Steaua, por el que nadie da un duro en su duelo frente al Twente.

Así pues, para un rumano mirar extramuros resulta mucho más gratificante que hacerlo de puertas a dentro. Falta orden, seriedad y ganas de hacer las cosas bien. Elementos que podría aportar Dan Petrescu si algún día decide hacer un parón en su emergente carrera como técnico y volver a entonar el himno esta vez vestido de chándal. Juntarle a él con Torje sería zurcir el pasado y el futuro disimulando ese agujero temporal que ha aparecido entre medias y que amenaza con destrozar la prenda entera. Solo entonces habrá esperanza para Rumanía. Falta les hace.

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