jueves, 31 de julio de 2014

Papa-St.Pölten-Gyor: Fútbol con aroma a interrail

El reloj biológico del fútbol húngaro se paró hace poco más de sesenta años, cuando Alemania se bautizó en Berna como campeona del mundo ante los 'magníficos magiares' de Gusztáv Sebes. Aquella selección, formada por virtuosos del balón con apellido de autómatas que ganaban como tales, era el orgullo nacional. Y lo sigue siendo desde entonces ante la falta de alicientes.

De hecho en las tiendas las camisetas 'retro' aparecen dobladas e impolutas en los estantes de primera línea mientras que las actuales cuelgan tristes sobre una percha buscando improbables compradores. Son los efectos de la nostalgia, el recuerdo de lo que fue y quizás no vuelva a ser nunca. La realidad de un país que resultó premiado con una generación virtuosa y castigado después con la ausencia de estrella internacional alguna.

Por ello, y porque la figura bien lo merece, Puskas sigue siendo el rey. Ya no vive, pero su fantasma flota en el ambiente y llena la boca de los taxistas cuando no están presumiendo de las buenas mañas de sus paisanos en los deportes acuáticos. El eterno 'diez' es un símbolo nacional del que parece haberse apropiado de manera individual Víctor Orban.

El Primer Ministro se ha valido del ex jugador madridista para tejer una siniestra red que comenzó con la creación de un club con su nombre en Félcsut, donde el político pasó la infancia, y ha terminado con la construcción de un estadio cuyo aforo triplica la población total de la localidad. Todo ello beneficiando por el camino a personas de su entorno, desde familiares hasta amigos.

La obra ha ganado visibilidad gracias a Europeo sub-19, donde se ha establecido como una de las sedes. El torneo ha vuelto a dar relevancia futbolística a la nación, que puede sacar pecho a nivel organizativo toda vez que en el plano deportivo la clasificación para el Mundial de la categoría al acabar tercero de su grupo puede considerarse un mal menor.

Como consecuencia de la cita, algunos de los jóvenes que darán que hablar en poco tiempo (Selke, Kimmich o Sarnavskiy) han demostrado sus habilidades en localidades como la sobria Papa. Lástima que no todos los habitantes hayan sabido apreciarlo y fueran pocos los locales que ocuparan las gradas del estadio bajo la intensa lluvia y casi más los que se sentaban en las mesas del bar del club, ajenos a todo mientras bebían cerveza y devoraban modestos sandwiches de pepino, cebolla y jamón.

Por otro lado algo así resulta en parte comprensible a juzgar por el escaso ajetreo nocturno de una ciudad que a las once y media de la noche se presentaba desértica, sin apenas movimiento de coches y personas en parte eclipsada por el protagonismo de la cercana Gyor; epicentro esta sí de toda la actividad de los planteles.

Allí el escenario contrastaba por tratarse de una ciudad que se ha tomado el deporte rey muy en serio durante los últimos años. El buen momento histórico del club que defiende sus intereses ha llegado en paralelo con la mejora de unas instalaciones ejemplares. Los campos de entrenamiento y un estadio atractivo para el espectador se mezclan con facilidades como un hotel o un centro comercial en cuya osamenta se aloja la boutique del club. Esta recuerda en su escaparate con objetos personales a Miklós Fehér, atacante que pasó por el club y falleció en Guimaraes vistiendo la elástica del Benfica. Tradición, modernidad y respeto a los mitos hacen de la visita algo agradable.

También lo es vivir una eliminatoria europea en un país extranjero. Como ejemplo esa que suponía el partido más importante hasta la fecha en la historia del SKN St. Pölten. Increíblemente bien comunicada a través de los intestinos de trenes que distribuyen la sangre por el organismo del Viejo Continente, la zona abandonaba su estado larvario para adentrarse en el ecosistema ajeno del ámbito internacional ante su público, en un estadio que aún olía a nuevo tras haberse inaugurado hace apenas dos años.

Fuera, aficionados en tensa espera degustaban cerveza y salchichas mientras en la boutique oficial el goteo de gente era constante en busca de algo amarillo y azul con lo que exteriorizar el sentimiento. Dentro, los ácidos zumos de manzana y las tostas de salmón y fiambre entonaban el estómago de unos periodistas que también parecían conscientes de la importancia de lo que había en juego. Al final todo salió bien en parte por el doblete de un madrileño de San Blas llamado Daniel Lucas Segovia, en parte por la pobre actuación del Botev Plovdiv búlgaro.

Momentos, todos ellos, que se perderán con el tiempo pero que quedarán por siempre en la mente del viajero así como las personas que lo han vivido con él. A todos los que hacen posible Marcador Internacional, y también a ese gran descubrimiento que es Kalac, gracias de corazón por esta experiencia inolvidable.

martes, 15 de julio de 2014

El círculo de Alemania


Cuando los jugadores alemanes levantaban las Copa del Mundo el pasado domingo en Maracaná, a muchos nos quedaba la sensación de que se había hecho justicia. Eclipsados por el potencial de España en los últimos años, la insistencia en un modelo acabó imponiéndose cuando claudicó el enemigo. Fue algo así como si a la Mannschaft le tocara su turno después de esperar pacientemente en la cola del éxito.

Triunfaba de esa manera una generación virtuosa cincelada desde la base. Un grupo de jóvenes con buen gusto por el arte de crear a los que se habían unido los predecesores más aptos, supervivientes de épocas pretéritas donde la gloria se tocaba sin abarcarla. La mezcla entre el hambre de los cachorros y las ganas de morder de los veteranos.

Esa alegría en el podio era la cúspide de una pirámide que empezó a levantarse en su día sobre el sustrato que suponía la falta de ambición, un mal que suele castigar a los que se coronan campeones tras un camino extenuante para lograrlo. En Alemania, como en otros países, el obligatorio proceso de reconstrucción adquiere rasgos cíclicos.

Con excepción de la corona lograda en 1990, cuatro años antes de lo previsto, la selección germana acostumbra a triunfar en la cita más importante a nivel internacional cada dos décadas. Lo hace además atendiendo a un patrón de conducta no escrito que indica que al título le sigue el fracaso y un posterior crecimiento que les aproxima poco a poco hasta el objetivo.

Algo semejante sucede con Italia, que desde el año 1982 no falla a su cita con las finales cada doce veranos. O con Brasil, que cada vez que alcanza la penúltima ronda desde la edición de 1938 lo hace mínimo dos veces de forma consecutiva. Incluso coincidiendo con relevos de vestuario, los datos reflejan que algunas naciones están mejor preparadas que otras para el cambio.

Los tiempos  se reducen cuanto más focalizada está la planificación y más calidad tienen los sistemas formativos. Francia, por ejemplo, fue capaz de reinar en casa aprovechándose de la inversión que hizo en futuro para que eso sucediera. Algo parecido aconteció con España en Sudáfrica. En ambos casos el golpe posterior ha sido grande y tendrán que ser los que vienen por detrás quienes levanten de nuevo la efectiva estructura.

Parece demostrado pues que, para aspirar al trofeo, no basta con la inspiración espontánea de tres o cuatro nombres talentosos sino que cada vez es más necesario un trabajo de base que complemente con orden las virtudes que atesora cada individuo. Aquellos que sean capaces de encontrar la receta para disminuir los plazos y el efecto contagio entre aquellos que lo han ganado todo y quienes no han ganado nada serán quienes se mantengan en lo más alto. Alemania ha sabido interiorizarlo y por eso siempre está ahí, en su punto óptimo de maduración cada veinte años.

Durante este verano, y tal como ha sucedido en el Mundial, el blog se irá actualizando sin fecha fija. De esta forma no habrá posts todos los lunes, miércoles y viernes sino que los iré escribiendo de forma aleatoria. Disculpad las molestias.

jueves, 10 de julio de 2014

Lección de etiqueta


Sesenta y cuatro años se pasó Brasil escribiendo las invitaciones a la gran fiesta, recreándose en el trazo de las letras doradas y usando papel del caro. Exigió buena presencia y a la hora de la verdad bajó las escaleras de caracol en calzoncillos, con zapatillas de felpa y una camiseta desteñida recuerdo de algún rincón costero. Los asistentes, encrespados, le hicieron el vacío y la 'canarinha' acabó encerrada en su cuarto mientras en el piso inferior se desarrollaba una orgía.

Fueron a una guerra en el barro con el manto de armiño para enfrentarse a un ejército armado de kalashnikovs que para colmo les tendió una emboscada aprovechando la sombra que proyectaba la medialuna hasta el borde del área pequeña. Guarecidos por la oscuridad, fueron apareciendo los alemanes ordenadamente.

Esos siete minutos que ya son historia del fútbol se convirtieron en una de las mayores carnicerías futbolísticas jamás vistas. Los locales caían al césped como bolos y giraban sobre sí mismos desconcertados en mitad de la balacera. Miraban a su vecino de al lado y lo que veían no resultaba tranquilizador. Allí había jugadores con el mismo tono mortecino en la tez y el grito en el cielo.

Faltaba un líder, alguien en quien confiar el destino. Con Thiago Silva y Neymar ausentes, todos sintieron de golpe esa vulgaridad que se les achacaba desde el arranque del torneo. Probaron el amargo e inesperado sabor de la humillación mientras los teutones se ensañaban en la segunda parte cerciorándose de que sus víctimas no respiraban.

El buen trato al balón y la efectividad pintaron de rojo las mejillas de los que vestían de amarillo. Todo fue elegante, casi silencioso, el premio para una generación castigada por los éxitos de España en su proceso de formación y crecimiento. En el Mineirao cincelaron su obra maestra y consiguieron ganarse el respeto del mundo entero.

Para muchos con esos noventa minutos ha muerto el fútbol, la mística, la capacidad de sorpresa. Esa es la misma sensación que, según parece, quedó tras el Maracanazo. Los cronistas se llevaron entonces las manos a la cabeza y comenzaron a difundir una leyenda que ha durado hasta nuestros días. Afortunadamente ha sobrevivido más de medio siglo y todo apunta a que eso no va a cambiar. Sí el relato de los abuelos en el futuro. Muchas personas han experimentado, sin aún saberlo, el partido de sus vidas. 

lunes, 7 de julio de 2014

Los juegos del hambre


El rictus de Robben es fiel reflejo de la ambición desmedida, del sabor a hiel acumulado durante cuatro interminables años. Observarle cabalgar sin receso en busca de la línea que delimita el fondo de los verdes prados brasileños produce congoja en el reposado televidente. Es un ángel exterminador con el once a la espalda atormentado por un mano a mano. El hombre que ha prendido fuego a la tierra desde entonces persiguiendo un objetivo para el que se considera elegido.

Fracasar es algo que tampoco contempla Messi. El argentino, vestido de prestidigitador, esquiva las piernas como si fueran cuchillos. Su mirada es ahora limpia, despejada. Vuelve a encontrar pequeños puntos luminosos en medio de férreas murallas. Es entonces cuando piensa los ataques, carga los cañones y demanda fuego a sus compañeros. Sabe que nadie recuerda a los soldados rasos pero también que no será legendario sin ellos.

Ese talento natural del argentino contrasta con los movimientos autómatas de Neuer. El arquero alemán parece sacado de una fábrica secreta en la Cuenca del Ruhr. Programado para ser fiable, ninguna pieza chirría cuando se mueve. Hace un trabajo despojado de adornos y efectivo, como el que se sienta al otro lado de una ventanilla. Incluso normaliza tareas complejas como dar apoyo a los centrales o poner cemento a sus extremidades para despejar tiros a quemarropa sin que se atisbe sentimiento alguno. Queda la sensación de que al terminar cada encuentro, se le mete en una caja en lugar de subirle al autobús rumbo al hotel junto al resto de la expedición. 

Sin emoción no entiende el fútbol Thiago Silva. Al menos antes del combate, cuando pone el brazo sobre el hombro de un compañeros y cierra los ojos para sentir el himno brasileño en lo más profundo de su ser. Tiene físico de boxeador y lo acompaña con un juego de piernas propio del que se pasa jornadas enteras saltando a la comba en gimnasios de barrio. Cada choque que acaba con el contrario tendido en el césped evoca la instantánea en la que Sonny Liston besa la lona ante el rostro desafiante de Muhammad Ali.

Todos ellos ansían pasar la yema de los dedos por los surcos del trofeo que les puede acreditar como reyes del mundo. Su voluntad y perseverancia han contribuido a dibujar unas semifinales para el recuerdo. En la cita de las selecciones emergentes y las esperanzas inesperadas, han triunfado con agobios los más grandes. A partir de ahora, cualquier duelo estará sazonado por el morbo. 

La ansiada final entre Brasil y Argentina o un cruce por el título donde los holandeses pueda descargar el rencor que guardan hacia los alemanes. La reedición de la final de Italia 90, con Messi vengando a Maradona, o un clásico de las eliminatorias como el que mide a la canarinha con la oranje llevado hasta el extremo. 

Desenlaces soñados que vivirán su prólogo en una penúltima ronda que también tiene historias detrás. Una de las pizarras más virtuosas del panorama internacional contra las mejores individualidades ofensivas. El orgullo patrio que pretende subsanar un error con más de medio siglo de antigüedad frente a la generación opacada por una España histórica. Ganar no es un placer sino una responsabilidad, la supervivencia en un banquete caníbal. Los juegos del hambre.

miércoles, 2 de julio de 2014

El honor en la derrota


Hombres convertidos en niños, miradas perdidas en el horizonte. La derrota tiende a deformar los rostros de aquellos que la sufren. No hay una reacción canónica con respecto a ella, flota en el ambiente y se hace pegajosa para el que claudica. El luto tampoco tiene una duración estipulada y puede prolongarse minutos, horas o incluso años.

Las hay que se digieren rápido y otras cuya sombra es demasiado alargada como para obviarlas. Lo cierto es que no se suele recordar a los perdedores pero algunos perviven en algún rincón de la memoria del colectivo. Para que esto suceda no basta con salir al campo y marcar menos goles que el rival, hay que ofrecer algo más.

Ese ingrediente que no se aprecia se llama honor y todos aquellos que se marchan en octavos de la Copa del Mundo de Brasil con el morral vacío lo han utilizado para edulcorar su salida. La dignidad en la caída es el único argumento al que agarrarse cuando las piernas no dan para más y la calidad no llega tan lejos como la ilusión. 

La fe ha podido en esta ocasión más que la vistosidad del juego y si bien es cierto que todos los favoritos han dado un paso más hacia la gloria, no lo es menos aquellos que llegaron como secundarios se llevan el premio del respeto y la admiración. Es un galardón que no se levanta en el palco ni se pasea por las calles, que no se puede meter en una vitrina; pero supone una recompensa al esfuerzo atroz con el que se han desenvuelto esos futbolistas que pisaron el verde sin complejos.

Nadie puede presumir de haberse paseado en la primera ronda eliminatoria, ni siquiera aquellos que lograron resultados más solventes. Tras resucitar en el descanso y olvidarse de todo el revuelo mediático que rodeó al mordisco de Suárez, Uruguay acabó sacando brillo a los guantes del inspirado colombiano Ospina. Gran actuación firmó también el nigeriano Enyeama hasta que un vuelo mal calculado habilitó el primero de los dos goles de Francia en el tramo final del encuentro.

Se marchaba así un africano antes de que el siguiente se quedara cerca de vengar la vergüenza. Argelia resistió a Alemania hasta que los músculos de sus jugadores alcanzaron el punto máximo de tensión. Ver a Slimani como una alfombra sobre el césped con el balón en juego fue la imagen más gráfica, la demostración de que no se pudo hacer más para lograr lo que en 1982 les fue usurpado.

También se dejó la piel Estados Unidos para demostrar que en el Olimpo de los cuatro deportes sagrados hay lugar para uno más. Los millones de aficionados que siguieron el partido ante Bélgica, muchos de ellos en grandes aglomeraciones para hacer llegar un grito unánime, pudieron asistir a la resistencia de los suyos. Pese a correr casi todo el partido detrás del balón, llegaron a la prórroga con una frescura inesperada. Solo la irrupción de un portento físico que se había pasado gran parte del espectáculo sentado en el banquillo acabó con la esperanza.

El alma fue el principal arma de los griegos, supervivientes en la vida y en los estadios. Su leyenda dice que hasta el último aliento del último partido siempre habrá once jugadores de rictus firme y mentalidad ambiciosa batallando por defender el nombre de su nación. En el primer duelo a vida o muerte ante Costa de Marfil la moneda dio la cara. En el segundo, les crucificó por el talento felino de Keylor Navas.

Más duro fue lo de Suiza y Chile. Emparejadas con las dos máximas aspirantes, sus opciones impactaron dramáticamente contra palos postreros después de oscurecer las virtudes de sus rivales con férreas trincheras. La de los helvéticos dejó una pequeña gatera por la que se coló Leo Messi para emprender una carrera desbocada y asistir a Di María. En el caso de "La Roja", fue ajusticiada bajo el sol de Belo Horizonte por un pelotón situado a once metros.

Esa misma distancia fue la que le faltó a México para situarse entre los ocho mejores. Llegaron a la cita sin nada, con las mejillas rojas y resoplando. Se marchan con el cariño de todo un país que ha vuelto a creer tras ver. Ahora todos se preguntan qué habría pasado si Robben no hubiera aterrizado dentro del área, si ese rechace en el 87 lo enganchara otro jugador y no Sneijder.

De nada sirve teorizar. Los que no pasaron el exigente corte lloran ahora la oportunidad perdida y se preparan para dar la cara en la siguiente. No tienen nada de lo que arrepentirse, ninguna cosa que echarse en cara. Murieron de pie, con las botas  de tacos puestas, calambres por las piernas y el sudor manando a chorros. En menor medida, ellos también son ganadores.