Cuando me preguntan cuál es para mi el mejor jugador de los que he podido ver, siempre digo Zinedine Zidane. Un hombre que cada fin de semana sacaba la paleta y dibujaba una obra maestra sobre el terreno de juego. A veces era un gol, a veces un control, otras un pase... una pincelada suelta, como mucho dos; máximo exponente de la belleza balompédica. Con permiso de sus salidas de pata de banco, se mantuvo regular toda su carrera practicando un fútbol exquisito, que deleitaba los sentidos. Un fútbol que se podía ver, tocar, paladear, escuchar e incluso, con un pequeño esfuerzo, hasta oler.
Ahora bien, siempre hago un pequeño matiz si mi interlocutor me lo permite. Si espeficamos y lo que me quiere preguntar exactamente es cuál ha sido para mi el mejor jugador del mundo en un momento determinado, en un preciso espacio de tiempo, mi respuesta es: "El Ronaldo del Barcelona".
Ni siquiera la mejor versión de Ronaldinho con los azulgrana, ni el Messi o el Cristiano Ronaldo de este año -que se baten a cara de perro con conseguir el pichichi más codiciado de la historia de la Liga- igualan para mi a aquella versión del jugador brasileño cuando aterrizó en España con 20 años procedente del PSV.
Áquel tipo, que por entonces fue el fichaje más caro de la historia al ser adquirido por dos millones y medio de pesetas, dejó en mi una huella que difícilmente podría explicar. Vale que muchos me diréis que era un impresionable niño de diez años pero con el tiempo he vuelto a ver vídeos y vídeos de aquella época y sigo teniendo la misma sensación que por entonces.
La sensación de que Ronaldo abusaba de los demás, que convertía en tremendamente ingrata la profesión de portero y en absurda la de defensa. Que se reía del concepto "forzar el fuera de juego" marcando una línea imaginaria con escuadra y cartabón o simplemente jugando un metro por delante de los defensores sabiendo que una vez que hubiera arrancado no sólo lo arañaría sino que sacaría además cuatro o cinco más.
Los necesarios para controlar, pensar como humillar al carcerbero, dejarle sentado en el suelo o tumbado de impotencia, e ir acariciando la pelota suavemente hasta la línea de fondo, gustándose, paladeando el gol, sabiéndose el rey del mundo.
De nada servían los conceptos defensivos de escuela. Las patadas, los agarrones, el achique de espacios... de uno en uno o de dos en dos, los jugadores que salían a su paso iban siendo retratados y ridiculizados por el futbolista brasileño. Chocaban entre ellos, se doblegaban ante su fuerza, perdían el equilibrio sin apenas poderse haber acercado al balón... formas amargas de sucumbir ante un hombre que de nacimiento había sido programado para saber en cada momento dónde estar y qué hacer.
Resulta imposible decir hasta dónde hubiera llegado Ronaldo si el nivel que mostró en esa etapa y el que exhibió en el Inter hasta su doble lesión de rodilla se hubiera mantenido de forma constante el resto de su carrera. Porque aquellas dos puñaladas que le dio el destino no fueron solo físicas sino también psicológicas.
Aún marcada en su mente aquella final del Mundial 98 en la que jugó bordeando los límites máximos de la inflitración humana bajo la atenta mirada de todos los ojos del planeta, Ronaldo tuvo que vivir por dos veces esos momentos en los que, tirado en el suelo de impotencia y llorando de rabia y frustración, un futbolista asiste en un par de minutos a la película de toda su carrera.
Una doble fallecimiento futbolístico del que sólo pudo resucitar alguien como él, un San Lázaro del fútbol -personaje religioso a cuyo nombre donó figuradamente la que quizás fue su mejor obra-. Con trabajo, trabajo y más trabajo, consiguió volver. El mundo entero pudo ver el rostro de esfuerzo del delantero mientras levantaba kilos y kilos de pesas, siempre visualizando las redes y marcándose objetivos a corto plazo.
El primero fue retornar y una vez que ese se frustró en su intentona pionera comenzó a pensar en el siguiente, que no era otro que decirle a la gente en el mejor escenario posible que seguía vivo, que no había muerto sino que, como decía la canción, "estaba tomando cañas".
Y apareció en Corea con una lombriz de pelo en la cabeza ante el asombro del respetable, como una visión divina, cargando de nuevo sobre su nuca con cientos de millones de ojos. Pero esta vez salió cara. Ronaldo volvió a abusar como antaño de sus rivales y se resarció ganando el Mundial que se le negó en el año 98 y fichando por el Real Madrid.
Sin embargo superado su calvario personal y viéndose capaz una vez más de jugar a ser Dios pensó que se había ganado el derecho a disfrutar por primera vez en su vida. En un principio consiguió compaginar su doble vida con maestría, anotando 85 dianas en tres temporadas. Sin embargo poco a poco su estrella se fue apagando.
La llegada de Capello, el bajón de su rendimiento y la curvatura progresiva de su figura acabaron desterrándole a Milán donde, una vez más, fue castigado sin piedad por el fútbol. En un partido contra el Livorno su otra rodilla se rompió y con ella la ilusión de Ronaldo de intentar resucitar por tercera vez.
La herida de ésta cicatrizó pero las que poblaban ya su cabeza eran demasiado profundas como para obrar el milagro. El fenómeno había vuelto a ver su propio film, pero esta vez sí, se había quedado hasta los títulos de crédito. Se marchó a Brasil y allí, lejos de los focos y con el calor de su gente, sintiéndose incapaz de volver a ser el de antes, ha dicho hoy adiós. La gente, sabia, sabrá obviar el fin y recordar el comienzo. Aquellas tardes de gloria a las cinco de la tarde trotand0 por Las Gaunas, vilipendieando a los defensas en el Carlos Tartiere o perforando la portería de Navarro Montoya. ¡Qué lejos queda ya aquello!.
lunes, 14 de febrero de 2011
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1 comentario:
Gracias Ronaldo por regalarnos momentos maravillosos de fútbol con mayúsculas.
Se fué un grandísimo jugador...
Disfruta de la vida y que tengas tantos éxitos como has tenido en el fútbol.
Gracias a deparadinha por traerlo al blog.
Saludos
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