Desde tiempos inmemoriales existe una ciudad considerada el paradigma de la lejanía, esa que todas las madres y en general el acervo cultural han establecido como ese punto perdido en el mapa que representa los términos más inimaginables de distancia. Seguro que muchos ya os imagináis de cuál hablo pero para los que no lo hayáis acertado, os la desvelaré al final.
Probablemente no todos los que leáis este post conozcáis la figura del delantero nigeriano Julius Aghahowa. Es más, me aventuro a decir que casi todos (entre los que me incluyo), de saber de su existencia, la asociaréis principalmente a una acción concreta que tuvo lugar en el mejor escenario futbolístico posible y que, paradójicamente, nada tuvo que ver con el deporte rey.
Corría el Mundial de Corea y Japón y en el Wing Stadium de Kobe se medían, como componentes de un grupo de la muerte en el que también estaba Argentina e Inglaterra, los combinados de Suecia y Nigeria. En el minuto 27 un centro al interior del área desde la banda derecha de Yobo encontraba la cabeza de nuestro protagonista de hoy, que adelantándose al portero, transformaba el primer gol del choque.
El tanto habría sido uno más en la historia de la competición y más teniendo en cuenta que a la postre no serviría de nada pues los europeos acabaron llevándose el choque, pero lo que le siguió a continuación quedará para siempre como una imagen para recordar en la medida en que marcó tendencia.
Tras tomar un pequeño impulso Aghahowa comenzó una serie de siete volteretas de espaldas que supusieron una de las celebraciones más espectaculares de la historia del fútbol y que posteriormente muchos han tratado de imitar, con mayor o menor éxito pero siempre a la sombra del 17 de las Superáguilas.
Aquella temporada fue importante para el delantero a nivel de selecciones pues unos meses antes se había convertido además en máximo goleador de la Copa África. Más demostraciones que describen la carrera de un futbolista que siempre rindió más con su país que a nivel de clubes.
Allí su carrera fue una historia bien distinta. Convertido en profesional en las filas del Bendel Insurance, tuvo un breve paso por el desconocido Herning Fremad danés antes de despuntar en la Copa África juvenil de 1999. Su buena actuación en el torneo le valió un contrato con el Esperance tunecino.
Poco duró allí pues en seguida echó sus redes sobre él el Shakhtar Donetsk, en el que comenzó a jugar en el año 2000. En club ucraniano pasó seis temporadas y media con una aportación bastante pobre. De hecho muchos le recuerdan sólo por un gol decisivo, el que llevó una liga a las vitrinas del club en el año 2006.
Una especie de redención antes de cambiar de aires rumbo a Inglaterra. La oportunidad se la dio el Wigan aunque no supo aprovecharla. En año y medio en el equipo fue incapaz de anotar un solo gol y, defenestrado, se marchó a probar suerte en el fútbol turco jugando para el Kayserispor.
Su imagen mejoró y entre eso y entiendo que cierto componente nostálgico por parte del Shakhtar, este le repescó en el mercado veraniego de la temporada 2009. En su segunda etapa en el club apenas tuvo protagonismo, algo poco agradable para un futbolista de 27 años con ganas de jugar.
Por ello en Donetsk se decidieron a buscarle una cesión con la que pudiera coger minutos. Y es aquí donde volvemos al primer párrafo del post de hoy. Como bien os decía existe una ciudad que muchos sitúan en los confines de la tierra y que es sinónimo de lejanía. Esta se encuentra en Ucrania y no es otra que Sevastopol, en cuyo equipo, el PFC Sevastopol, se encuentra jugando ahora Aghahowa.
Os dejo el vídeo de su mítica celebración: http://www.youtube.com/watch?v=VtWpKOY442E
miércoles, 2 de febrero de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario