lunes, 14 de mayo de 2012

La vida en un minuto


A las 00.15 horas reinaba el silencio en el aparcamiento del Coliseum Alfonso Pérez de Getafe. Un señor bajaba vestido con sus peores galas a tirar la basura, con la vana esperanza de que nadie reparara en su presencia. Otro paseaba al perro. Yo me comía un bocadillo de jamón que me sabía a gloria después de una larga tarde de trabajo. De repente me fijé en unos vasos de plástico tirados en el suelo.

Aquellos restos orgánicos eran acaso el único testigo mudo, casi imperceptible, de lo que había sucedido allí horas antes. Porque al verlos en ese contexto de soledad en el que yo me encontraba, nadie hubiera dicho que fueron vaciados para calmar la sed de alguna de las miles de gargantas de aficionados zaragocistas que se habían desplazado hasta la localidad madrileña para llevar a su equipo rumbo a la salvación.

Estaban allí, quietos, despojados de alma, sin ser conscientes de que eran el punto y final de una temporada. Una vez recogidos por los equipos de limpieza, se cerrará el circo hasta que los locales se presenten ante su afición con sus flamantes fichajes y sus nuevas camisetas, lanzando al aire promesas sin saber si serán capaces de cumplirlas.

Por suerte para los que se jugaban algo durante el choque, todo había salido a pedir de boca. Sus penurias se habían visto recompensadas y volvieron felices a casa con la satisfacción del deber cumplido.  Esas sensaciones, esa alegría desbordante que inflaba el pecho de los aficionados y dibujaba sonrisas es, en cambio, pasajera. Hoy lunes la mayor parte de ellos se habrán levantado para trabajar como si ese momento vivido fuera un sueño, la ruptura momentánea de una cotidianidad que solo volví a apreciar cuando de pie, en medio de la nada, vislumbraba el estadio con las luces apagadas.

Y esa misma rutina es a la que se enfrentarán hoy con peor cara en Villarreal, donde el sólido castillo que se había edificado desde un solar caía como si estuviera hecho de naipes en tan solo un minuto. El minuto que transcurrió desde el gol de Falcao al que en Madrid anotaba Tamudo certificando que la alegría va por barrios, en este caso aliándose con el de Vallecas después de una campaña con tintes de telenovela.

Ese minuto (más su añadido) que en Inglaterra valía una liga. Que ejemplificó la delgada línea que separa el éxito del fracaso. Que justificaba una inversión millonaria que segundos antes, cuando el QPR vencía al City por 1-2,  parecía inútil. Que suponía quizás la tabla de salvación para un Mancini al que muchos veían como inquilino de lujo en la cola del paro. Que transfiguraba el rostro feliz de Ferguson en una mueca grotesca cuando veía que sus vecinos pobres alzaban un trofeo que casi le pertenecía de forma casi monopolística. Que le hacía vivir una reacción inversa a la que experimentó en aquella final de Champions contra el Bayern, cuando la historia cambió de un momento a otro.

Toda una temporada de sufrimiento, de victorias y derrotas, que se decidía en el último aliento. Como esa etapa que gana un ciclista por un tubular. Como esa prueba de cien metros lisos que se decide por una cabeza. Como ese torneo de golf que se pierde cuando la bola hace una corbata o ese de baloncesto que se gana cuando la pelota traspasa el aro mientras suena la bocina. Esa es la grandeza del deporte, que por mucho que dure lo que haya en juego el destino puede cambiar en la agonía. Y que esa sensación de éxtasis o de desolación absoluta se diluye en el aire tan solo unas horas después, lo que tarda cada uno en enfrentarse nuevo a su realidad, esa que habitan hombres pasean al perro y bajan la basura. Hasta la siguiente vez que el club de sus amores vuelva a pasear por el filo de la navaja. Entonces llegarán una vez más esas horas en las que se parará el mundo. 

No hay comentarios: