viernes, 4 de enero de 2013

Historias de mi vecino

Con sus calles que serpentean, con el encanto único que aporta la presencia del cada vez más extinto tranvía, con sus innumerables vistas panorámicas repartidas por las diferentes colinas que vigilan la ciudad, Lisboa conquista. Su orografía es un castigo para el visitante, para qué negarlo, pero una vez que se llega a lo alto de una de sus innumerables cuestas se mezclan el impacto visual de lo que se extiende a los pies y en el horizonte, junto a la satisfacción de saber que el esfuerzo físico ha merecido la pena.

El ocaso es más hermoso cuando se ve desde el "Largo de las Portas do Sol" o desde el "Mirador de Graça". También las formas caprichosas que dibujan los tentáculos del astro rey cuando se cuelan entre las laberínticas y estrechas calles de Alfama. Las céntricas plazas están siempre llenas de gente que se echa a las calles siguiendo el "Mediterranean way of life". Unos beben ese néctar llamado "Ginjinha" que no es otra cosa que licor de guindas. Otros ofrecen sin pudor marihuana. Los hay también que venden castañas asadas en unos hornillos que desprenden un olor poco agradable. Se vive, a fin de cuentas.

También hay, cómo no, innumerables tiendas de recuerdos. Comercios donde se mezclan las botellas de agua y la cerámica con las bufandas y las camisetas de fútbol. Reinan, por supuesto, las del Benfica y el Sporting, los dos poderosos de la capital. Uno se ha convertido en excelente vendedor. El otro se mueve por el abismo en la que es una de las peores temporadas de su historia. Entre los dos se reparten el aliento mayoritario de los lisboetas.

Sin embargo y a pesar de su grandeza y sus títulos, del boato y el prestigio que les acompaña, hay algo que los dos conjuntos siempre envidiarán del hermano paupérrimo. A escasa media hora en un tranvía con las dimensiones de una caja de zapatos que viaja abarrotado con destino a Algés, el 15 concretamente, se encuentra Belém, epicentro de emigración turística gracias a sus cuatro joyas: La imponente torre, la escultura coral de figuras hercúleas dedicada a los descubrimientos, el manuelino Monasterio de los Jerónimos y la cafetería que sirve desde 1837 esos clásicos pasteles que por sí mismo merecen una visita, bocados divinos compuestos por una masa de crujiente hojaldre y una crema de textura y sabor celestial.

A escasos cuatrocientos metros de ese marco incomparable, en lo alto de una colina, se encuentra el "Estádio do Restelo", la modesta estructura que acoge los encuentros del denostado, ninguneado y olvidado Os Belenenses. Aquella entidad que con el olor a pólvora de la Segunda Guerra Mundial aún reciente se convirtió en la única por entonces que conquistaba una Liga al margen del trébol, que fue la primera que se enfrentó al Real Madrid en el Santiago Bernabéu; lidera hoy la tabla de segunda división contagiada por la herrumbre que hoy castiga al graderío.


Desde las localidades de fondo se pueden ver recortadas en el horizonte las sombras de la historia. En primer plano un edificio, el monasterio, cuya construcción abarcó todo el siglo XIV. En la lejanía, el puente que cruza el Tajo buscando con sus extensos brazos hermanarse en el infinito con su mellizo de San Francisco. Las vistas son impagables, un privilegio del que quizás ningún otro club pueda disfrutar en el mundo.

En todo ello hay algo de orgullo, de una identidad propia que no rehúyen. Son los raros, los marginados, los incomprendidos. Y lo saben. Para atestiguarlo una valla publicitaria que intenta atraer adeptos para la causa con el mensaje: "Si queres ser diferente, faz-te... Socio do Belenenses". Los resultados deportivos espantan a los osados pero a cambio allí se ofrece un aroma casero virgen aún de los vicios del fútbol moderno. Las puertas están abiertas de par en par para el aficionado que va todos los domingos, para el jardinero del campo, para el curioso visitante extranjero...


Y cuando uno decide traspasar el umbral, se enamora irremediablemente del único conjunto que hoy reina en la zona donde se fundó el  ya emigrado Benfica, como bien recuerda una placa situada en una discreta casa rosada. Junto a la estatua que recuerda a Pepe Soares uno de los grandes nombres de Os Belenenses; pasan tres futbolistas dentro de un Rover desvencijado que quizás tenga ya más de diez años. Salen de entrenar como el ramillete de jóvenes que asoman por la puerta del vestuario hablando francés, algunos de clara ascendencia africana. Uno de ellos, ya más talludito, es Yves Desmarets, ese centrocampista que vistió fugazmente la elástica del Deportivo de la Coruña.

Pese a debutar en la Liga de las Estrellas parece uno más al igual que en su día sucedió con aquél joven prodigio estadounidense de nombre Freddy Adu, hoy ya de vuelta en su país tras recorrer Europa de punta a punta incapaz de refrendar esas expectativas que se crearon cuando, a los catorce años, se convirtió en el deportista norteamericano más joven en firmar un contrato con un equipo profesional de las grandes ligas.

O con ese centrocampista ofensivo más bien ramplón de nombre Jose Mourinho, que vistió los colores del equipo en Segunda durante la temporada 82-83 a las órdenes de su padre, aún recordado por los seguidores más veteranos tras defender con acierto durante cinco años el marco local, el último que le vio hacer estiradas como profesional.

Jose Mourinho, el omnipresente, ese camino por el que se bifurca cada conversación cuando tus orígenes españoles te delatan. Se puede ser un taxista del Sporting o un conductor de autobuses del Benfica, todos quieren saber más de su embajador más ilustre (por encima incluso de Cristiano). Quieren conocer de primera mano qué le aflige, qué está haciendo, si piensa o no en irse, qué pasó el otro día con algo de un periodista...


Uno pacientemente lo detalla y solo cuando sus ansias de información quedan satisfechas, entonces sí aceptan hablar de sus equipos. El de los "Leones" critica a Jeffrén por no ser un jugador de equipo y alaba a Diego Capel aunque matiza que alguien debería ponerle tirantes, como a los caballos, para que levante la cabeza del césped. También se refiere a un tal "Belarus". Uno intenta descubrir mentalmente qué jugador de Europa del Este viste de verde y blanco para acabar enterándose que ese individuo que aparece en la conversación no es otro que el central holandés Khalid Boularhouz. Cosas del idioma.

El de las "Águilas", por su parte, suelta su lengua mientras de fondo escucha la narración anodina, nada que ver con España, de un Moreirense-Benfica de Copa de la Liga. Atiende al futbolístico nombre de Thiago Silva ("como el jugador", apunta) y mientras me explica el sistema de torneos nacionales lusos, filtra recuerdos como aquél 3-0 al Sporting de la 2000-2001 con dos goles de Joao Tomas y uno de Van Hooijdonk (otro nombre que toca descifrar) y ensalza el "Estadio Da Luz": "Feo por fuera pero un coliseo por dentro".

No le falta cierta razón, al menos a lo que en su aspecto externo se refiere. A pesar de vertebrar un barrio entero, resulta difícil verlo en la lejanía desde la ventana del tren que traslada al viajero rumbo a Cascais, fagocitado como está por cientos de bloques de edificios de viviendas. Impone más, por contra, el José Alvalade, primera estructura reconocible desde el avión cuando uno está a escasos treinta segundos de aterrizar en tierra firme.


Ambos en cambio son iconos, lugares únicos como el Casino de Estoril, hoy travestido en recinto hortera pero antaño nido de espías durante la Segunda Guerra Mundial, cuando servía de musa para ese clásico de la saga Bond conocido como "Casino Royale". No demasiado lejos de allí se encuentra el estadio del equipo local, por entonces engalanado para recibir la visita de un Oporto que se hospedaba en la misma calle de mi hotel lisboeta... pero con bastantes más estrellas. Su imponente autobús les delataba.

El hecho de descubrir todo ello el mismo día y de forma casi azarosa me despertó, lo reconozco, cierta inquietud por saber que pasaría en ese encuentro. Y el destino quiso que este fuera mi penúltimo recuerdo balompédico en tierras portuguesas. Ya pasado el control, en los televisores que salpicaban la zona de embarque, pude ver la rebelión del pequeño contra el grande, cómo el ratón puso por momentos en jaque al tigre.

Cuando llamaron a mi vuelo, el Estoril vencía por 2-1 para angustia de una familia de aficionados del Oporto que se desesperaba con la falta de acierto de Kelvin y para alegría de unos seguidores, quién sabe si del Benfica o del Sporting, que celebraron el segundo tanto mientras engullían un wrap y un cuarto de libra. Cómo acabaron entre ellos, nunca lo sabré.


Decía que este fue mi penúltimo contacto con el deporte rey al otro lado de la frontera. Mientras aflojaba la vejiga antes de mostrar mi pasaporte, arriba, en una esquina, casi oculta, me observaba de forma impertinente una pegatina que un seguidor del Celtic había plantado en la pared, probablemente antes de volver a casa tras el último encuentro que midió a su equipo con el Benfica en Champions. Había encontrado otras semejante en Cascais con el escudo del Spartak de Moscu o en la Avenida de la Liberdade con referencias a los radicales del Saint Ettiene pero esta era una señal. La señal de que, a no mucho tardar, habrá que visitar Escocia.

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