martes, 2 de septiembre de 2014

China, donde el fútbol no es el rey


La cara de Li Xuerui tras ser derrotada por Carolina Marín en la final del campeonato del mundo de bádminton estaba más cerca de la incredulidad que de la tristeza. A los ojos de la china, la española era una especie de extraterrestre venido de un lugar ignoto capaz de vencer en una disciplina donde el éxito es propiedad de sus compatriotas, de alguna otra asiática y hace quince años o más de un par de danesas que pillaron por sorpresa a sus rivales.

Deportes que aquí se practican casi por obligación en las clases de educación física o de forma esporádica en un chalet durante el tedioso y caluroso descanso estival, levantan pasiones en China. Basta con mirar hacia los autobuses que luchan por sobrevivir en medio del tráfico pekinés, mientras depositan su modesta dosis de contaminación, para descubrir en su carrocería anuncios protagonizados por los ídolos nacionales del tenis de mesa.

Dominan los juegos que se deciden por reflejos y pericia en las distancias cortas, aquellos que se resguardan del aire libre y no necesitan verdes prados ni mucha gente para su desarrollo. La densidad de población, las dificultades para construir algo de notables dimensiones en lugares donde se intenta recortar todo; obliga a ello. Cuando una ciudad considerada pequeña es aquella donde moran 600.000 habitantes no queda sino controlar la venta de coches, racionalizar el uso de electricidad en verano e invitar a la procreación unitaria. Hace tiempo que ya no caben tres donde cabían dos.

Se trata pues de un terreno poco óptimo para cosechar fútbol. Pese a ello, sin llegar a la clandestinidad pero no muy alejado de ella, asoma discretamente para quien lo busca. Basta con indagar sobre la situación del 'Estadio de los Trabajadores' en Beijing para que aquello que podía convertirse en una visita ocasional pase a ser un atracción turística más al ser informado por un entusiasta botones de que el Guoan de Manzano busca afianzarse en el segundo puesto ante el Guizhou Renhe esa misma noche.

Tras pasar el día caminando por templos arbolados donde los mayores practican taichi desde primera hora y mirar de reojo las brochetas de escorpiones en Wangfujin Street, ver el esférico sobre el césped resulta una necesaria concesión al estilo de vida rutinario. Un ritual que va sumando adeptos en los vagones del metro a medida que transcurre la línea dos hasta la estación de Dongshi Shitiao. Aficionados vestidos de verde y amarillo entre los que se mezclan dos rusas obligadas a pedir auxilio ante la incomprensión idiomática que supone no entender los caracteres locales ni los occidentales.

Con el subsuelo de nuevo debajo de los pies, las distancias engañan. A escala desconocida, aquello que parece cerca no lo está tanto. Así, un previsible paseo de cinco minutos dura casi media hora y acaba de forma abrupta cuando en la puerta uno de los casi cuarenta mil seguidores abre los ojos como platos al ser preguntado por si quedan entradas. Toca recurrir a los odiosos reventas que, ocultos tras la penumbra del bulevar, asaltan a los desamparados. Tirando de la calculadora del teléfono para escribir cifras y con el arte del regateo aún por pulir, teniendo en cuenta la oferta uniforme establecida por el gremio y la cercanía del pitido inicial, una cifra cercana a los quince euros por entrada acaba cerrando el trato.

Una vez dentro, el ambiente desconcierta a un europeo. Quizás desolados por la baja calidad del producto consumido los asistentes cantan, pero no tanto como cabría esperar. Desperdigados por la grada aparecen diferentes grupos de animación que no logran contagiar del todo a aquellos que ocupan su localidad de forma aislada intentando mantener, desde su individualidad, una tensión artificial que les narcotice durante noventa minutos. En ese estado cercano al trance llegan incluso a aplaudir cuando dos futbolistas hacen las paces después de una tangana.

Ni siquiera tras el descanso, donde se aprovecha para comer brochetas de pollo o snacks de aspecto poco saludable regados con agua caliente, las gargantas se animan. Solo en el tramo final, con el marcador apretado tras marcar el equipo local el 2-1 en el ochenta y cinco, vuelve la ilusión. El respetable, grupo de agentes de movilidad incluidos, se viene arriba y recibe la complicidad del guardameta local; que les manda un saludo mientras pierde tiempo.


El ambiente llega al clímax cuando se anuncia el tiempo añadido y, con todo aún por decidir, la megafonía escupe el himno. Una apuesta arriesgada a juzgar por las acometidas del Renhe, pero que finalmente sale bien. Así, con el estadio puesto en pie y entonando la letra se llega al pitido final. Tres puntos de oro que la plantilla celebra con una vuelta de honor. 

Toca hacerse las fotos para retratar el momento mientras los viandantes que pasan miran incrédulos sin explicarse por qué están allí un par de occidentales. Uno de ellos, incluso, realiza el gesto de apretar el botón de una cámara. Cuando recibe el móvil para llevar a cabo la instantánea, nos aclara que su deseo es posar junto a nosotros e inmortalizarlo todo con su dispositivo.

Una experiencia, en su conjunto, que merece la pena vivir. Lo mismo sucede con la obligada visita a la Gran Muralla China, tan imponente como escarpada en el tramo de Mutianyu. Pasearlo bajo el sol de mediodía deja fuerzas para poco, si acaso una breve visita al Mercado de la Seda. El recinto por antonomasia para comprar prendas de imitación es una instalación cerrada de varios pisos que dista mucho de los modestos tenderetes callejeros. Con una red perfectamente estructurada, no es extraño probarse en una tienda el mismo par de zapatillas que había sido desechado en otra diferente minutos antes.

Entre los cientos de cubículos donde el regateo es norma y la observación minuciosa del producto obligación, emergen un par de ellos dedicados al fútbol. Camisetas de infinidad de clubes y selecciones, más o menos logradas, que hacen las delicias de los amantes del deporte rey mientras se imaginan marcando goles en el barrio equipados con la elástica del Guangzhou Evergrande.

La retransmisión del partido de este último, campeón de la pasada edición de la Champions asiática, contra el Western Sidney Wanderers en Australia es plato fuerte de una cadena deportiva de pago. Hasta el punto que acababa asomando en bucle entre partidos de béisbol, de tal forma que puede verse en un hotel de Guilin y días más tarde en otro de Yangshuo. Ambas ciudades, por cierto, son parada necesaria debido a su paisaje kárstico. Una fantasía de montañas mágicas que centran el atractivo de la zona y lo mismo sirven para ser el escenario del recomendable espectáculo 'Impression' que para convertir en único el imperdible paseo en barco que las une.

Tampoco está de más una excursión a Xi'an para apreciar en directo el negocio montado en torno a los guerreros de terracota y ser fagocitado por las masas en el populoso barrio musulmán tras dar cuenta de los suculentos ravioles. Hasta allí también llega el fútbol global a través de un joven vestido del Barcelona con su nombre en caracteres chinos. Una especie de profeta en una ciudad donde solo han oído hablar de Cristiano Ronaldo, y por su aspecto físico.

El portugués goza de cierto reconocimiento si bien es Kaká el que sale en los carteles con los que pretende darse a conocer una marca de caramelos para la garganta y otros mundialistas quienes ejercen de imagen de Pepsi. En su día estuvo entre ellos el inglés David Beckham, cuyo rastro queda ya relegado a pequeñas figuras de cerámica con parecido dudoso en la coqueta zona de Shanghai conocida como Tianzhifang.


Shanghai, una ciudad que no duerme desvelada por las luces de un skyline de postal que tiene aún más sabor desde terrazas como la del hotel Indigo o la del New Heights. Un centro del comercio internacional que al mismo tiempo lo es también de la compra y venta de grillos de pelea en el mercado de Xizang Lu. Cuna de contrastes que alberga a las afueras el bucólico pueblo de agua de Zhujiajiao, si es que de verdad puede delimitarse el verdadero cinturón exterior. 

El punto y final de película para un viaje que aún se guarda la estampa futbolística rumbo al aeropuerto, la de unos muchachos jugando un siete para siete nocturno ocultos entre la maleza de rascacielos que rodean la zona de la Expo. Pequeña luz en medio del túnel, semillas de lo que quizás algún día sea el triunfo de China en un Mundial. Algo improbable, como también lo parecía que una onubense reinara en el bádminton.

1 comentario:

futbollium dijo...

Imposible no hay nada y el ejemplo de la chica de Badminton está ahí.

Pero veo muy difícil a China ganando un mundial de fútbol, aunque si se le proponen, son capaces de ser la revelación dentro unos cuantos años.

Un saludo