lunes, 7 de julio de 2014

Los juegos del hambre


El rictus de Robben es fiel reflejo de la ambición desmedida, del sabor a hiel acumulado durante cuatro interminables años. Observarle cabalgar sin receso en busca de la línea que delimita el fondo de los verdes prados brasileños produce congoja en el reposado televidente. Es un ángel exterminador con el once a la espalda atormentado por un mano a mano. El hombre que ha prendido fuego a la tierra desde entonces persiguiendo un objetivo para el que se considera elegido.

Fracasar es algo que tampoco contempla Messi. El argentino, vestido de prestidigitador, esquiva las piernas como si fueran cuchillos. Su mirada es ahora limpia, despejada. Vuelve a encontrar pequeños puntos luminosos en medio de férreas murallas. Es entonces cuando piensa los ataques, carga los cañones y demanda fuego a sus compañeros. Sabe que nadie recuerda a los soldados rasos pero también que no será legendario sin ellos.

Ese talento natural del argentino contrasta con los movimientos autómatas de Neuer. El arquero alemán parece sacado de una fábrica secreta en la Cuenca del Ruhr. Programado para ser fiable, ninguna pieza chirría cuando se mueve. Hace un trabajo despojado de adornos y efectivo, como el que se sienta al otro lado de una ventanilla. Incluso normaliza tareas complejas como dar apoyo a los centrales o poner cemento a sus extremidades para despejar tiros a quemarropa sin que se atisbe sentimiento alguno. Queda la sensación de que al terminar cada encuentro, se le mete en una caja en lugar de subirle al autobús rumbo al hotel junto al resto de la expedición. 

Sin emoción no entiende el fútbol Thiago Silva. Al menos antes del combate, cuando pone el brazo sobre el hombro de un compañeros y cierra los ojos para sentir el himno brasileño en lo más profundo de su ser. Tiene físico de boxeador y lo acompaña con un juego de piernas propio del que se pasa jornadas enteras saltando a la comba en gimnasios de barrio. Cada choque que acaba con el contrario tendido en el césped evoca la instantánea en la que Sonny Liston besa la lona ante el rostro desafiante de Muhammad Ali.

Todos ellos ansían pasar la yema de los dedos por los surcos del trofeo que les puede acreditar como reyes del mundo. Su voluntad y perseverancia han contribuido a dibujar unas semifinales para el recuerdo. En la cita de las selecciones emergentes y las esperanzas inesperadas, han triunfado con agobios los más grandes. A partir de ahora, cualquier duelo estará sazonado por el morbo. 

La ansiada final entre Brasil y Argentina o un cruce por el título donde los holandeses pueda descargar el rencor que guardan hacia los alemanes. La reedición de la final de Italia 90, con Messi vengando a Maradona, o un clásico de las eliminatorias como el que mide a la canarinha con la oranje llevado hasta el extremo. 

Desenlaces soñados que vivirán su prólogo en una penúltima ronda que también tiene historias detrás. Una de las pizarras más virtuosas del panorama internacional contra las mejores individualidades ofensivas. El orgullo patrio que pretende subsanar un error con más de medio siglo de antigüedad frente a la generación opacada por una España histórica. Ganar no es un placer sino una responsabilidad, la supervivencia en un banquete caníbal. Los juegos del hambre.

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