Si algo le ha enseñado el fútbol a muchos equipos como el Nottingham Forest o el Glasgow Rangers, por poner dos ejemplos, es que un pasado glorioso no garantiza éxito eterno ni inmunidad. Ningún club, por muy alto que haya llegado algún día, está libre de probar las mieles del fracaso. Un mal año, un par de tropiezos seguidos, y todo se acaba de la noche a la mañana.
Este fin de semana hemos vuelto a vivir el fenómeno con el Palmeiras. Bien es cierto que no es nuevo pero eso no hace sino empeorar las cosas. Un descenso como el de 2002, el único hasta la fecha, puede quedar en triste y negra anécdota. Dos suponen ya un aviso serio, un problema para esa entidad que hace menos de quince años fue reconocida como la mejor del siglo en el país que tiene más Mundiales en sus vitrinas.
En situaciones como esta lo normal es buscar culpables. Los más inmediatos, sin duda, los jugadores de la plantilla seguidos por el entrenador y los directivos. Son el blanco fácil pero conviene remontarse al pasado para intentar entender como el equipo paulista naufragó de la noche a la mañana. Y es ahí donde entra una empresa otrora vinculada al deporte y que arrastró con su caída los sueños de gloria de aficionados a uno y otro lado del charco.
Porque al igual que sucedió con el Palmeiras, la compañía alimentaria Parmalat fue al mismo tiempo la cara y la cruz del Parma, el equipo de su ciudad. Los dos se sintieron reyes de forma paralela y paralelamente cayeron en desgracia. Aquel patrocinador y mecenas, que entró en el "Verdao" por ser este el equipo tradicionalmente ligado a los inmigrantes transalpinos, se lo jugó a todo o nada y solo cada persona desde su individualidad puede decir ahora si mereció o no la pena.
Algunos dirán que el ridículo de bajar no se cura con nada. Otros que pasearse por el infierno merece la pena cuando, en el caso de los sudamericanos, se miran las vitrinas y en ellas hay tres campeonatos paulistas, dos brasileños, una Copa de Brasil, una Mercosur y sobre todo una Libertadores, la del año 99. Logros todos ellos equiparables a los cosechados por los italianos, tres veces campeones de copa y cuatro de trofeos continentales.
Fuera como fuese mirar al pasado de poco sirve ya. Y hacerlo solo puede retrasar el proceso de reconversión de un club histórico que deberá levantarse a no mucho tardar. El margen es corto, apenas un año. Es una cuestión de honor y orgullo no ya por la humillación que supone no estar entre los mejores, que también, sino porque en 2014 llega el centenario y el Mundial, dos eventos que no se entienden con el Palmeiras en Serie B.
Ese lugar por el que un día pasaron estrellas como Roberto Carlos, Rivaldo, Zinho o Edmundo ha perdido gran parte de su caché pero conserva una torcida entregada y el poder de una ciudad, Sao Paulo, en la que el deporte rey es religión. También jugadores con experiencia, si bien aún está por ver cuántos se bajan del proyecto.
Por lo pronto todo apunta a que el delantero argentino Hernán Barcos, jugador franquicia, no continuará después de que hace unos días reconociera que se encontraba a disgusto por tener que circular con coche blindado por la calle para evitar las iras de los aficionados. Su camino podrían seguirlo otros como el "Mago" Valdivia (pese a que la directiva aseguró que no le traspasaría bajo ninguna circunstancia) o el central Henrique, futbolista con pasado en el Barcelona o el Racing.
Más dudas hay en lo que se refiere a otro viejo conocido de la Liga española como es el ex bético Marcos Assuncao, capitán y referente en el vestuario. A sus 36 años queda por ver si le ofrecen la posibilidad de hacer un último servicio y si él está dispuesto a pelear por una causa poco noble pero en la que todas las manos serán necesarias.
Manos cualificadas, por supuesto, todas ellas buscadas a contrarreloj y a poder ser con nombre suficiente para ilusionar a la hinchada e incitarle a acudir al Arena Palestra Itália, el nuevo estadio que abrirá sus puertas en abril del año que viene recibiendo a equipos de segunda fila. Al Palmeiras se le plantea el peor escenario posible en el momento más inoportuno. Lo dicho, las crisis deportivas no entienden de tiempo, colores y escudos. Y nadie está exento de ellas.
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