Después de que varios aficionados sacrificaran su fin de semana para pintar y retirar escombros, la tribuna lateral quedó lista para la acción el pasado junio. Lejos de las estructuras faraónicas y los estadios con forma de huevo interestelar, este era un proyecto cincelado por las manos de aquellos que tampoco dudan en sacrificar sus gargantas.
Toda una obra de ingeniería colectiva en beneficio de un objetivo común, vestigios de potrero que se difuminan entre las botas fosforescentes y los peinados imposibles que acompañan a los iconos globales. Contra ellos juega, desde hace tiempo, el hombre que bautiza esa grada levantada con cemento y sudor. Nadie mejor que él para poner la firma.
El triunfo no aparece solo, menos para aquellos que buscan triunfar sin ser bendecidos con el don de la técnica. En esos casos llegar a lo más alto cuesta el doble, el triple si los goles son el único arma que alimenta su leyenda. Los aciertos son directamente proporcionales al valor de mercado y al cariño del hincha. Los fallos, sonido de viento y letras emponzoñadas en los diarios deportivos.
Por esta última fase ha pasado en varias ocasiones Germán Denis, un punta corpulento cuyas espaldas tienden a dejar el marco contrario en dirección sur para que los residentes de la segunda línea encuentren la gloria mirando al norte. Pese a ello, cuando otros empiezan a bajar los brazos él ha conseguido cambiar su destino bendecido por una madurez tardía.
Todo un alivio entre los habitantes de Remedios de Escalada, localidad de la provincia de Buenos Aires que durante un tiempo temió ver a su paisano más ilustre abandonado en esas cunetas balompédicas a las que van a parar quienes en un momento u otro se despistaron. Ahora pueden sacar pecho y equiparar a ese chico que corría por las calles detrás de un balón con ilustres como Ángel Bossio, arquero al que apodaban "La maravilla elástica" cuando se proclamó subcampeón del mundo en 1930, o Javier Zanetti. Triunfadores ambos, pasaron antes o después por el Talleres de la localidad. La entidad, en reconocimiento a los servicios prestados, les hizo un hueco en los cimientos.
Tocado de negro y azul por obra y gracia del Atalanta, el atacante argentino está de moda en un gremio, el de los rematadores de área, tradicionalmente regido por italianos. No es el único extranjero tras la irrupción de Llorente, pero si quizás el más regular de un tiempo a esta parte. Cuando cumple, lo hace su equipo. Tal es así que los bergamascos han puntuado en siete de los nueve partidos en los que ha visto portería.
Defenestrado por el Nápoles y el Udinese, sale a un mínimo de quince dianas por temporada desde que fue presentado con su actual club. Y esta campaña amenaza con subir la media. A sus treinta y dos años, ha ganado en carácter y en personalidad. Los charcos que otros sortean, él los pisa y se moja. Es un tanque proletario que tensa sus músculos para celebrar cada tanto cuando no ejerce de altavoz social.
Lo demuestra cuando puede. Dotado de una virtuosa habilidad para hacerle goles al Inter de Milán, utiliza la cuota de pantalla que le dan sus actuaciones ante los nerazzurri para contarle al mundo lo que pasa con el único lienzo de una camiseta blanca. Una prenda sencilla que puede colarse en los noticiarios si el mensaje es claro y conciso. Sucedió cuando se acordó de los afectados por el temporal que asoló su país en 2013 y también cuando exhibió una letra K tachada que hizo revolverse en su trono dorado a Cristina Fernández de Kirchner. En un tono más desenfadado, mandó también un mensaje de cariño a su madre después de castigar al Lazio.
Con la salvación en una mano y seis victorias seguidas en la otra, algo que hasta ahora no había sucedido nunca en la historia de La Dea, el más difícil todavía se llama Europa. Sería la gloria para él y la sonrisa para aquellos ciudadanos anónimos que se juntan frente al televisor para ver sus goles y cuidan de su parcela de terreno por si algún día decide volver a vestir de rojo y blanco.
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