Con el transcurso de los años, la participación de Tahití en la Copa Confederaciones quedará como mera anécdota, como un despiste en la lógica natural del fútbol. Será incluso objeto de mofa para generaciones futuras si llegan a descubrir que a la puntuación virgen de su casillero le acompañan veinticuatro goles en contra y solo uno a favor.
Sin embargo para muchos de los que lo hemos vivido, los habituados a la defensa de las causas pobres y los planteles modestos, la experiencia ha supuesto una delicia. De nada importa el escaso o nulo nivel del combinado oceánico sino lo que deja tras de sí, la ilusión de unos jugadores y una nación que probablemente nunca volverá a disfrutar de nada semejante.
El que según muchos es un torneo de verano ilustrado, aperitivo del plato principal que se está preparando en las cocinas y que podremos degustar en 2014, para los tahitianos ha supuesto la historia más grande jamás contada, un idilio con esas estrellas a las que solo pueden ver a través de un plasma los más afortunados.
Protagonistas casi de forma involuntaria beneficiándose del trasvase asiático de Australia y la dejadez neozelandesa, este combinado en el que solo Marama Vahirua es profesional ha firmado unos números pésimos pero se lleva el reconocimiento de todos aquellos que creemos en un fútbol democrático donde no cabe solo el lujo y el showbusiness, un deporte rey sin barreras que ofrece la oportunidad de disfrutar y soñar a los olvidados.
Con sus camisas floreadas, su perenne cara de asombro y unas declaraciones tremendistas de los expedicionarios, el seleccionado de Tahití ha perdido sobre el campo pero se ha ganado el corazón de muchos aficionados fuera de él. Otros serán los que alcen la copa pero seguramente nadie disfrute tanto de esta semana, por dura que haya sido en lo que a los resultados se refiere.
Fuera de juego tirados a mano alzada desechando por completo la escuadra y el cartabón, derribos dentro del área más propios del rugby, carreras desbocadas en busca de una posesión que no llega nunca... el catálogo de despropósitos es amplio, solo equiparable a las ganas y a la cantidad de imágenes que dejan para el recuerdo.
Independientemente de quien se corone rey, para la posteridad quedará la celebración de su único gol, digna de la final de un Mundial. O la instantánea de Vallar dejándose la piel sobre el césped para intentar sacar sobre la línea el noveno gol de España. También la frustración de Roche por sus fallos y su mirada al cielo cuando Torres estrellaba un penalti contra el larguero...
Otra forma de espectáculo que la afición ha vitoreado y que incluso les ha permitido conquistar moralmente Maracaná, una de las gradas mas míticas de la historia, territorio vedado casi en exclusiva para los más grandes. Con humildad y buena cara pese al chaparrón, todavía les quedaron fuerzas para agradecer con una pancarta y una vuelta de honor el apoyo brindado por la torcida. Pase lo que pase, Tahití ya ha ganado.
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