Parece mentira pero hoy lunes, cuando empiezo a escribir este post, se cumplen quince años desde que Brasil y Escocia inauguraron en Saint-Denis el Mundial de Francia 98. Por entonces el campeón era el encargado de dar el pistoletazo de salida a las hostilidades, privilegio que en este caso pertenecía a una canarinha que venía de vencer en Estados Unidos, la cita que sin ser la más brillante supuso un antes y un después en el modo de entender el deporte rey como espectáculo de masas.
Con el tiempo esa costumbre ha cambiado como lo han hecho otras muchas cosas. La competición más trascendental en lo que a selecciones se refiere, por ejemplo, ha roto el monopolio de sedes Europa-América pisando dos nuevos continentes, Asia y África. También se ha probado la fórmula de que dos países organicen a la vez el torneo.
Si nos referimos en exclusiva a los jugadores que por entonces despuntaban sobre los céspedes galos, pocas sorpresas encontramos. Los indicios de calvicie en Zidane acabaron confirmándose quedando al aire una cabeza capaz de decidir dos finales; la de ese Mundial y la del que tuvo lugar ocho años después en Alemania. Entre medias una obra de arte en otro encuentro decisivo, este de Liga de Campeones, le terminó de encumbrar al Olimpo.
El halo de grandeza que acompañaba en el 98 a uno de los ídolos locales solo podía eclipsarlo un chaval enclenque pero dotado de una capacidad innata para dejar tierra quemada bajo sus pies. Icono global, Ronaldo, mero espectador cuatro años antes, arrasó hasta que en el momento decisivo una enfermedad que a día de hoy sigue siendo secreto de sumario le impidió brillar en la que debía ser su gran noche. Fue solo el primero de una serie de infortunios de salud que acabaron lastrando una carrera que si ya fue gloriosa per se, pudo serlo aún más.
Al margen de las individualidades, un equipo quedó en el imaginario colectivo. Hablo, por supuesto, de Croacia. La selección que ocupó el último escalón del podio tras deshacerse de Holanda en el partido de consolación llevó una camada de jugadores con ganas de reivindicarse en medio de una guerra que azotó con crudeza a los Balcanes.
Por último quedan también fotografías, muchas. La del fallo de Zubizarreta contra Nigeria, la expulsión de Beckham contra Argentina, los besos de Laurent Blanc a la calva del portero Fabien Barthez, Ricky Martin entonando "La Copa de la Vida", el Adidas Tricolore, la modernidad de un "Stade de France" que ya ha sido arquitectónicamente fagocitado por otros colosos cuyos bocetos se inspiraron en la modernidad de aquella estructura...
En lo personal puedo decir que de todo aquello tengo recuerdos más de contexto que de imagen. Con doce primaveras recién cumplidas, el debut de España me pilló en Segovia, en una de esas ingestas multitudinarias de vino y cordero en las que los padres celebran el final de la temporada del equipo de sus hijos.
El Brasil-Chile de dieciseisavos estaba puesto de fondo mientras aporreaba el mando de la consola en la casa de un primo de Toledo al que veo bastante poco. Eran los días previos de mi viaje a un campamento en Palencia, donde correteaba libre con la excusa de aprender inglés. Allí, en una sala de audiovisuales estándar, la gente se reunía para ver los partidos.
Yo prefería jugar y ser el protagonista mientras caía la noche sobre una pista de cemento. La hiperactividad me impedía ser un buen espectador. Por ello solo me enteré cuando ya había concluido de lo que sucedió en aquél Argentina-Inglaterra. La noticia de que Brasil jugaría la final me llegó por el "Marca" del día siguiente, que me compré para entretenerme en el trayecto de camino a la fábrica de pipas "Facundo".
El duelo que dilucidaba al campeón solo lo vi hasta que Francia se puso arriba 2-0. Luego, dando por sentado que todo estaba terminado, volví a la cancha de fútbol sala y marqué dos goles de cabeza pese a ser un mico que no levantaba dos palmos del suelo. Pensé que todo sucedía por algo y ese día me sentí el rey del patio. Muchos kilómetros al norte, en el país vecino, un centrocampista prodigioso con el "10" a la espalda era el rey del mundo.
Recuerdos en los que los juegos de juventud se imponían aún a mi afición por el deporte rey. Tres lustros después, todo eso también es diferente. Vivo de contar lo que pasa en los campos, en este blog y donde me dejan. Y para no olvidar que un día fui niño, un llavero de la mascota "Footix" que me regalaron mis padres me acompaña cada día. Ha perdido casi todo su color y empieza a oxidarse, también por él pasa el tiempo, pero juntos hemos hecho camino. Espero que me acompañe si algún día llego a cubrir en directo un Mundial. Por suerte hay algo que los años no han modificado, mi capacidad para seguir soñando.
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