Aún recuerdo mis dos veranos en Irlanda, en un pueblo no muy lejos de Dublín llamado Swords donde no había mucho que hacer más allá de comprar algo en el supermercado "Spar" loca e ir a tirarse a uno de los inmensos "greens" que pintaban de verde las anodinas vidas de los pobladores. Allí conviví con dos familiar. La primera era una pareja con una niña pequeña que resultó ser de lo más anodina. La segunda era peculiar.
Recuerdo llegar junto al resto de chicos en el autobús y vislumbrar desde la ventana a un hombre prototipo medio del hooligan. Pensé para mis adentros que pobre de aquél que tuviera que convivir con él. Como suele suceder en estos casos, me tocó a mi. Resultó ser a la postre una experiencia de lo más provechosa que me permitió, entre otras cosas, asistir a un partido del Dublín de fútbol irlandés (una mezcla entre el deporte rey y el rugby) junto a los hinchas más radicales.
Mi padre por un mes, cuyo nombre ya no recuerdo, tenía además querencia por el Manchester United y una pasión casi frenética por Ferrari. Los domingos, como un clavo, nos sentábamos a ver la Fórmula 1 y él profería alaridos de satisfacción cada vez que la cámara enfocaba a Michael Schumacher. Yo mientras, guiado por la ilusión, defendía lo indefendible: Que ese asturiano que pilotaba un cacharro de la escudería Minardi acabaría ganando el Mundial algún día. Quizás ahora ese buen hombre se acuerde de sus mofas al respecto de mi opinión cuando ve Alonso peleando por conseguir un nuevo título vestido de rojo.
El caso es que por entonces mi fe en en el piloto español no se basaba en argumentos poderosos, simplemente en la satisfacción de ver a un compatriota terminar las carreras en la elite de un deporte en el que éramos pocos más que un cero a la izquierda, con permiso de alguna que otra actuación digna de Pedro Martínez De La Rosa. Una sensación parecida a la que me produjo ver a Pau Gasol en la NBA vengando el escaso protagonismo del que dispuso el malogrado Fernando Martín. Supongo que los mismos sentimientos que tienen hoy los habitantes de ese minúsculo territorio africano que es Burundi, uno de los diez más pobres del planeta.
De allí, de ese territorio marcado por las guerras civiles, la corrupción y la proliferación del SIDA, que castiga la homosexualidad con penas de cárcel y en cuyo interior la esperanza de vida apenas supera los cincuenta años, salió un día rumbo a ninguna parte Gael Bigirimana; ese compatriota que ayer saltaba al césped a jugar contra el Manchester United para orgullo de jóvenes y niños que sueñan con poder llegar a enfrentarse algún día a los mejores futbolistas del mundo.
Es un pionero, un chico defendiendo los colores de una bandera irreconocible para la mayoría en una de las ligas más importantes del mundo, siendo alguien en un deporte que siguen miles de millones de personas alrededor del globo. Ya había jugado contra los Red Devils en la Copa de la Liga y había disputado algunos minutos en la Premier League, pero esos eran sin duda lo más especiales hasta la fecha por ser su primera gran cita en la competición doméstica ante la grada del St. James Park.
Difícil saber que pasó por su cabeza entonces, si pensó en lo que tuvo que dejar atrás para vivir un momento tan especial o en lo mucho que le había costado llegar a pisar esa alfombra. Criado entre las balas de un conflicto armado mientras corría descalzo detrás de un balón por las inseguras calles de Buyumbura, pronto se desplazó junto a su familia a Uganda en busca de una vida mejor. Allí aguantó hasta que con once años se desplazó junto a su padre y sus tres hermanos como refugiado a Inglaterra, el país en el que ya estaba su madre.
En su maleta llevaba la inocencia y el descaro de un niño así como su pasión por el deporte rey. Ambos factores son los que llamaron la atención de la academia del Coventry, por donde apareció el día después de que se quedara ensimismado con las instalaciones tras un paseo rutinario para comprar leche. Con su inglés macarrónico pidió unirse al club. En un principio le dijeron que tenía que militar en un equipo y que irían a verle. Sin embargo tras dejar sus datos y verle correr a gran velocidad con una sonrisa de oreja a oreja pensando en esa oportunidad futura, le pararon en seco a los pocos metros puede que arrepentidos. Mintió piadosamente cuando le preguntaron si tenía botas y espinilleras, y fue así como se ganó la opción de que le vieran en acción al día siguiente. Volvió para la prueba y, según parece, poco importó que no tuviera el material mínimo exigido.
Esos primeros entrenamientos los contó en su día Ray Gooding, responsable de reclutar jóvenes promesas en el club inglés: "Cuando me dijo que era de Burundi yo no sabía dónde estaba eso. Le puse a trabajar con un grupo y a los diez minutos se acercó a mi para decirme que esos chicos eran peores que él. Después de cada sesión siempre estaba hambriento y he perdido la cuenta del dinero que me debe en 'fish and chips', salchichas y pollo".
Con firmes creencias religiosas, Bigirimana siempre ha defendido que fue víctima de un milagro y ha respondido a esa ayuda divina con trabajo y esfuerzo, siendo el primero en llegar y el último en irse, alternando los campos con los pupitres y mostrándose siempre dispuesto a contarle su historia a todos aquellos jóvenes que quisieran escucharle.
El resto son números. Tras despuntar con el primer equipo en Championship, recogió la pasada campaña el premio al mejor joven de la temporada. Ese logro convenció a los magpies para desembolsar por él un millón de euros. Y todo ello con solo dieciocho años. La duda es saber con qué selección jugará en el futuro; Inglaterra, Uganda, República del Congo o esa Burundi carente de competitividad pero que sueña con disputar al fin un torneo internacional con él al frente. Ese país que por fin aparece en el mapa futbolístico y que tiene ya una figura que les permite conectar con otra realidad que parece estarles vetada.
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