Conocidos como los "Magiares mágicos", aquella selección húngara que enamoró al mundo en los años cincuenta aún es considerada como una de las mejores que jamás pisaron un campo de juego. Su fútbol eléctrico y el vértigo ofensivo, del que se encargaban jugadores con apellidos de gran sonoridad, tenían adeptos alrededor de todo el globo. Únicamente la negación de un título les acabó relegando al ostracismo en el que no cayeron otros combinados más exitosos.
Para muchos les faltó suerte. Sin embargo anclarse en un razonamiento tan simplista solo implica la ocultación de unos defectos formales y de infraestrcuturas que no oscurecen lo logrado si se contextualiza en la época, pero que pueden explicar el motivo por el que la gloria no se materializó en trofeos. Basta con analizar las plantillas y descubrir la tiranía de Budapest en el mapa balompédico patrio.
Es cierto que había espacio, poco, para gente de fuera de la capital. Y también que el Honved era por entonces una especie de circo ambulante donde se exhibían piezas de museo que practicaban otro deporte diferente, por lo espectacular, al que se veía en los países donde hacían tourneé. Pero esa descompensación zonal en el desarrollo, ejemplificada también en el palmarés liguero, cortó las alas de un progreso aún mayor.
Mientras Budapest se llevaba todo el pastel, apenas quedaba protagonismo para el resto de ciudades. De hecho hubo que esperar cuarenta y tres años para que un equipo ajeno a la capital, el Nagyvarad de la ya rumana ciudad de Oradea, rompiera la hegemonía. Fue la única concesión a la originalidad hasta 1963, cuando un club del noroeste, el sorprendente Gyori ETO, recogió el testigo.
Aquella gesta solo pudo explicarse por el trabajo como técnico de Nándor Hidekguti, uno de los cerebros en el centro del campo del equipo de oro que pudo serlo todo y se quedó en nada. De la misma manera también se personalizó en él la semifinal alcanzada en la Copa de Europa del año siguiente. Solo un magnífico Benfica, que acabaría perdiendo la final contra el Inter en los albores de aquella maldición que otro húngaro, Béla Guttmann, había proferido tras su marcha; puso fin al sueño.
El logro se archivó sin mayores consecuencias, como un fenómeno paranormal que no debía ser mentado. En la línea del pasado, se puso en pies de los futbolistas pertenecientes a los clubes capitalinos la responsabilidad de continuar con el legado de una generación única y se ninguneó a los demás. Ni en los Mundiales del 62 y el 66 ni en la Eurocopa del 64, habría nunca un jugador del Gyori en las convocatorias.
Casi sin querer se restableció el orden "natural" de las cosas y hubo que esperar casi veinte años para que, de nuevo el Gyori, osara meter la cabeza en el coto cerrado, esta vez con autoridad suficiente como para conquistar la liga dos campañas seguidas. No sirvió de mucho a efectos prácticos ya que la obcecación por centralizar el fútbol dejó pocos huecos para los que vestían las camisetas de entidades ajenas a Budapest, y solo uno para el campeón de Liga, ocupado por Szentes.
Acostumbrados a los golpes sobre la mesa repentinos, en Gyor han vuelto este año a proclamarse campeones. Lo hicieron la semana pasada con un equipo que debería ser estudiado en profundidad. Mientras sus oponentes se gastan ingentes cantidades de dinero en dar con la joven estrella que les permita sacar adelante el presupuesto de todo un año, el Gyori ha seguido el camino contrario creando una gerontocracia en la que solo Roland Varga, imberbe descarado que pasó sin éxito por varias ciudades de Italia con el cartel de perla emergente en el Mundial sub-20 de Egipto, pone la nota de color.
La canas y las calvicies incipientes o ya pronunciadas dominan un vestuario donde la edad media, si se cuenta a todos aquellos que han disputado al menos seis partidos, se eleva casi hasta los veintiocho años. Una agradable sorpresa que, junto a la reciente época dorada del Debrecen y el título no apto para nostálgicos del Videoton el año pasado, reafirma la teoría de que por fin se ha derribado el muro de Budapest, ese que impedía mirar más allá.
Los que juegan en el extranjero ganan ahora la batalla en la selección, pero entre aquellos que decidieron quedarse en el campeonato local, los ajenos a la capital son por fin mayoría. Una demostración de que los tiempos cambian pero que el Gyori, con sus arrebatos esporádicos de genialidad, permanece para demostrarle al país que hay alternativas al modelo establecido.
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