Aquella final de Copa del año 1987 es probablemente el mayor escándalo que se recuerda en la historia del fútbol rumano. Y eso que el listón es bastante alto. De un lado comparecía el Steaua, el equipo de un ejército que comandaba Ilie Caucescu y que tenía en Valentin Caucescu a su máximo forofo. Por sus apellidos les conoceréis: El primero era el hermano de Niculae, el dictador. El segundo, su hijo.
El rival ese día era el Dinamo de Bucarest, club apadrinado por el Ministerio de Interior, y el partido se acercaba al final con 1-1 en el marcador. Fue entonces cuando el colegiado decidió anular un tanto de Balint por fuera de juego a instancias de su asistente. En una iniciativa inusitada, los jugadores del Steaua abandonaban en bloque el césped descontentos con lo decretado. Como era lógico, y tras esperar veinte minutos para ver si todo volvía a la normalidad, algo que no sucedió, se decretaba el final del partido y se daba la victoria por 3-0 para el Dinamo.
Todo hubiera quedado en una extraña anécdota si no fuera porque la película iba a tener un desenlace diferente. Mientras el común de los mortales entendía que entregar el trofeo al único que quedó sobre el césped era lo lógico, Niculae Caucescu y su esposa discrepaban. Demostrando una vez más que por encima de las leyes del deporte estaban sus antojos, firmaron el documento del Consejo Nacional de Deportes que daba ganador por 3-0 al... ¡Steaua! y de paso inhabilitaba al trío arbitral durante un año.
Este último estaba encabezado por Radu Petrescu, quizás el nombre más conocido en su ámbito a nivel nacional por aquél entonces. Quizás por la injusticia que se cometió con él, quizás porque le convenció para que limpiara su nombre en los terrenos de juego, su hijo Silviu decidió seguir sus pasos al descubrir que su carrera como futbolista no iba a llegar tan lejos como él hubiera deseado y quizás sería más útil tomando decisiones.
Hizo las maletas y se marchó de la que por entonces era una decadente tierra natal con su silbato rumbo a la tierra de las oportunidades. No pisó en cambio Estados Unidos, sino que se refugió en Canadá. Allí, alejado del mundanal ruido, de la sombra de su padre y de los rescoldos de aquella final de 1987, comenzó a dirigir partidos en ligas menores. Como el sueldo estaba años luz del caché de las grandes ligas del Viejo Continente, se buscó una actividad alternativa con la que obtener más ingresos.
Eligió ponerse al volante de un taxi, un trabajo de autónomo que le servía como medio para dedicarse a ese fin que tanto ansiaba. La paz que encontraba entre las cuatro puertas de su automóvil contrastaba con sus golpes de carácter en el campo, donde le era imposible pasar desapercibido dados sus además bruscos y su gigantesca estatura. Hoy ese tipo que llegó de Rumanía es historia. No solo porque ha sido seleccionado como el mejor colegiado de la MLS: Petrescu pitó ayer la final de la Copa, es decir, el último partido de Beckham en territorio norteamericano.
Independientemente de su aportación deportiva, intermitente y con parones para no perder la forma y no ganarse la desmemoria de sus paisanos europeos, es innegable que hay un antes y un después de su aterrizaje en Los Ángeles. Su imagen ha sido un trampolín para dar a conocer al mundo una competición que a día de hoy es embrionaria si tenemos en cuenta a lo que aspira en convertirse.
Es evidente que el 'soccer' tiene de momento la batalla perdida en materia de popularidad con respecto al béisbol, el fútbol americano, el baloncesto y el hockey. Pero vamos avanzando. Con excepción de aquél faraónico Cosmos, hasta hace no demasiado hubiera sido impensable ver a estrellas de ultramar luciendo palmito en Estados Unidos. Sin embargo ese camino que inició el que hoy se va lo aprovecharon otros como Robbie Keane, Rafa Márquez o Thierry Henry para superar sus complejos.
Cruzar el Atlántico ya no se considera un fracaso sino una opción digna de pegarle patadas al esférico por última vez. En la escala de cementerios de elefantes, la MLS ha conseguido ganarle la batalla a Oriente Medio y al Lejano Oriente gracias a un halo de dignidad y competitividad que le permite reclutar a mejores jugadores a edades cada vez más tempranas.
Con su precisión en las faltas, su look camaleónico y una mujer habitual del papel couché; David Beckham ha sido un revolucionario sin quererlo. No tiene el glamour de un quaterback o un pitcher pero ha conseguido importar el encanto de lo desconocido. Es el extraño que llegó de lejos para traer un nuevo deporte, un puzzle casi indescifrable del que solo se tenían piezas sueltas como aquél Mundial de 1994 o los amistosos de pretemporadas.
En una época en la que los hispanos están cada vez más presentes, donde la globalidad de los duopolios Barcelona-Real Madrid Messi-Cristiano Ronaldo es innegable; nadie puede escapar del influjo. A pesar de todo, nada sería igual si Beckham no se hubiera dejado caer por allí, si su figura icónica hubiera pasado desapercibida.
Su testigo lo recoge ahora un hombre aún joven y teóricamente más cualificado en lo futbolístico. Así lo acredita al menos el Balón de Oro que atesora, solo un trofeo más de la pléyade de distinciones individuales que ha recibido durante su carrera. La más que segura llegada del brasileño Kaká en apenas unos meses supone un soplo de aire fresco ahora que el trono de sumo pontífice del balompié yankee queda vacante por la renuncia de su último inquilino. Comienza el nuevo orden.
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