Emilia Romaña, con sus sobresalientes materias primas y su
mimo para promocionar el producto autóctono, es para muchos la región donde
mejor come de toda Italia. Basta con decir que a Bolonia se le conoce
vulgarmente como ‘la grassa’, que de esa zona procede el parmesano y que tan
espectacular como pasear en bicicleta por las murallas de Ferrara lo es ver
ensamblar a mano esos manjares locales bautizado como cappellacci di zucca; que
no son sino el pariente cercano de los tortellinis pero rellenos de calabaza.
Las urbes compiten por conquistar los paladares del
visitante en una guerra sin cuartel donde, sorprendentemente, ha entrado con
fuerza Módena. Defendiéndose durante años con el más bien pobre argumento del
aceto balsámico, ese concentrado que en forma de hilos se ha convertido en un
arabesco innecesario que ya empieza a ser kitsch, ha encontrado en el cocinero
Massimo Bottura a su mejor aliado.
Tras varios años entre los nombres más destacados de su
gremio, la última lista elaborada por la revista ‘Restaurant’ ha situado a su
céntrica Osteria Francescana como la segunda mejor mesa del mundo solo por
detrás de El Celler de Can Roca. Un pequeño motivo por el que presumir teniendo
en cuenta que, cuando se habla de fútbol, es mejor estar callado.
Descartando al decadente Parma, es comprensible que entre
los 180.000 habitantes de Módena se haya instalado un profundo sentimiento de
frustración. Se puede asumir, con dificultad, que el Bolonia es ya un histórico
de la Serie A y por tanto la rivalidad con ellos es desigual.
Sin embargo no
hay consuelo suficiente cuando el club tirita a la sombra que proyectan el
Sassuolo y el Carpi, más teniendo en cuenta que este último utiliza su bien
cuidado y coqueto estadio; que destaca en el horizonte por sus focos casi
inclinados. Un Alberto Braglia, por cierto, que la semana antes de que se
estrenara allí como local el invasor ante el Inter estaba sometido a obras de
aclimatación con más de una decena de empleados trabajando desde primera hora.
Para entender cuánto de milagroso hay en el éxito de estas
entidades lo mejor es alquilar un coche con el que desplazarse hasta el corazón
de las ciudades que las albergan y mezclarse con los pobladores, que sumando
ambas apenas superan los cien mil en su totalidad. Llegados a este punto, una
información de servicio: Conviene evitar a toda costa contratar el vehículo con
Locauto; lo que parece barato acaba saliendo muy caro y el trato de los poco
profesionales empleados en el aeropuerto romano de Ciampino es probablemente el
más indeseable que uno se pueda encontrar en todo el país.
Maranello es un templo para los amantes de la velocidad, uno
de esos núcleos urbanos que deben su fama a un producto. El rojo Ferrari
salpica los rincones, desde el populachero museo hasta los pequeños garajes
desde los que salen a toda velocidad curiosos dispuestos a pagar grandes
cantidades de dinero por vivir la experiencia de ponerse al volante de uno de
los caros automóviles italianos. Su fama bastaría por sí sola para desplazarse
hasta territorio modenesí.
Es en el breve camino que guía a esa factoría de sueños
sobre cuatro ruedas en donde aparece, sin hacer ruido y casi en la
clandestinidad, la poco atractiva
localidad de Sassuolo. Un desvío de apenas un kilómetro lleva hasta el
extrarradio, coraza despojada de atractivo que hay que cruzar para llegar a la
génesis de lo que es hoy uno de los fenómenos sociales más atractivos del Calcio.
A escasos doscientos metros del centro histórico se levanta un estadio que en
poco difiere de cualquiera que se pueda ver en un pueblo o barrio español con
posibles.
A media mañana aprieta la canícula y por el césped trota con
poco garbo un empleado del club a quien la presencia de curiosos parece
importarle entre poco y nada. No hay ruido alguno que altere el latir tranquilo
del corazón de la entidad, el lugar donde todo se cocinaba cuando la modestia
era ley y el dinero utopía. La situación ha cambiado.
Lo explica otro trabajador de características bastante
similares al primero pero más locuaz. Casi avergonzado reconoce que estamos
ante la génesis, pero que de eso queda poco o casi nada. El equipo que vio
crecer se encuentra ahora en un dulce coma inducido del que despertará cuando
Mapei deje de meter aire. La empresa de materiales para la construcción, que en
su día hizo leyenda sobre las bicicletas que ganaban etapas en el Tour de
Francia, se ha comprado un juguete distinto con todos sus accesorios.
Jugadores de renombre internacional portan ahora la camiseta
verde y negra en un estadio situado a veinticinco kilómetros del epicentro.
Quizás por ello uno pasea por las calles y siente que no hay sentimiento de
orgullo sino resignación. De hecho es mencionar la palabra ‘milagro’ a los
habitantes y acto seguido estos responden con cierta envidia: “El verdadero
milagro es el del Carpi”. Basta esa frase para despertar el interés, para
recorrer los treinta y cinco kilómetros de distancia y saber qué es lo que
realmente sorprende allí.
Pero antes de que eso suceda merece la pena hacer el
esfuerzo por entender en plenitud la realidad del Sassuolo. Descifrado ya el
misterio de dónde viene, es interesante intentar adivinar hacia dónde va. Y
para eso, la única forma, es viajar hasta el lugar donde disputa sus partidos.
Ubicado en un páramo a la entrada de Reggio Emilia, el Mapei
Stadium es una estructura sin alma en mitad de la nada. Su soledad invita
incluso a no acercarse y mirarla de reojo. La sorpresa llega cuando uno se
decide a ir y se encuentra el párking un sábado sin fútbol lleno hasta la
bandera. El misterio se destapa al torcer la esquina y descubrir que no todo es
lo que parece.
Las gradas son tan solo una excusa para dar relevancia al
impresionante centro comercial que se aloja en sus entrañas, una pléyade de
tiendas e incluso un cine donde hordas de jóvenes dilapidan la paga de la
semana. El contraste con el lugar donde el relato empezó no puede ser más
impactante. Confunde y en cierto modo decepciona.
Cae el día y el atardecer se materializa en la ruta hacia
Carpi las horas anteriores al debut del equipo en Serie A contra la Sampdoria.
Es un aliciente para asomarse por allí, quizás el único en una ciudad que
apenas ocupa un cuarto de página en las guías por el discreto mérito de
albergar una plaza de grandes dimensiones.
Como sucede en casi toda Italia, es sencillo llegar al
estadio siguiendo la señalización que se divide entre el acceso para los
locales y para los visitantes. No lo es tanto, por el contrario, asimilar que
lo que uno tiene ante sus ojos cuando llega es la casa de un club de la máxima
categoría. Tanto que surge este surreal diálogo con un hombre local.
-
¿Esto es el campo de fútbol del Carpi?
-
Sí, lo es
-
¡¡Es milagroso!!
-
¿El qué?
-
Que aquí haya un equipo en la Serie A
-
Ahhhh. Bah.
El desdén descoloca. Más cuando es la misma actitud que
representa el personal del club. Primero en el bar del estadio, donde un
camarero seca vasos con un trapo al tiempo que vende bufandas sin ningún tipo
de ilusión. Luego en las oficinas del segundo piso, que cuando cae la noche
están ocupadas por tres jóvenes muchachas. Cual Romeo, desde la acera, un
servidor les implora que le dejen acceder al estadio. Primero se hacen las
suecas y acto seguido se empiezan a reír antes de afirmar que está cerrado y
que vuelva otro día.
Toca ver la estructura por fuera. Vestido en algunas partes
con muros pintados por los seguidores, en el entorno destacan una gasolinera de
la omnipresente Esso y un negocio en vías de extinción como es el videoclub.
Hace falta algo más y para ello nada mejor que asomarse al interior de la
ciudad, dejando extramuros las ventanas que aparecen adornadas con banderas
blancas y rojas.
Tras pasar una primera y coqueta plazuela engalanada
de cafeterías con encanto se llega al gran núcleo que le da fama, el corazón de
Carpi. Los andamios deslucen la fachada del Duomo y la mala iluminación
desdibuja la inmensidad de un recinto en el que no es difícil imaginar a niños
jugando con la pelota. Los mismos que hace meses soñaban con ser Messi o
Cristiano y que hoy se pelean por ser Kevin Lasagna o Gaetano Letizia.